¡A COMER!

¡A comer! ¿Quién al leer estas palabras no recuerda el llamado de su madre en uno de los momentos más lindos del día? Tal vez estábamos jugando, tal vez haciendo los deberes… el perfume de la siempre sabrosa comida nos despertaba el apetito… y de golpe ese llamado que sonaba como un clarín. No tengamos miedo de admitirlo: también de grandes, quienes todavía tenemos la dicha de tenerla, nos conmovemos con la voz de nuestra madre que nos llama a la mesa.

¡A comer! Algo muy parecido pasa cuando Jesús y la Iglesia nos llaman a la Misa. Asi lo escribía el Papa Francisco en su carta Desidero desideravi: “Antes de nuestra respuesta a su invitación –mucho antes– está el deseo que Jesús tiene de nosotros: puede que ni siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros” (n. 6). En esa Cena que anticipó el sacrificio de la Cruz y se perpetua en la celebración de la Eucaristía, “cena… única, última e irrepetible… nadie se ganó el puesto, todos fueron invitados, o, mejor dicho, atraídos por el deseo ardiente que Jesús tiene de comer esa Pascua con ellos” (n. 4).

¿Qué nos queda a nosotros? Dejarnos atraer. Recordar que “todos pueden sentarse a la Cena del sacrificio del Cordero… solo que se necesita el vestido nupcial de la fe que viene por medio de la escucha de su Palabra… que de nuestra parte, la respuesta posible, la ascesis más exigente es, como siempre, la de entregarnos a su amor, la de dejarnos atraer por Él…”. Se trata de abrir el corazón al amor transformador de Dios para que este don inmenso que hace a nuestra pequeñez pueda ser hecho efectivo ya que “todo don, para ser tal, debe tener alguien dispuesto a recibirlo” (n. 3).

Y no descansar “sabiendo que no todos han recibido aún la invitación a la Cena, o que otros la han olvidado o perdido en los tortuosos caminos de la vida de los hombres” (n. 5).

Continuará… 

¡Buen Domingo! Dios los bendiga a todos.

P. Marco

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